jueves, marzo 29, 2007

Cuento


Esa mujer


El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
­¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
­¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
­¿Se impresionaron?
­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
­¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
­¿Enciendo?
­No.
­Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
­¿Qué le dicen?
­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.



"Esa mujer" fue publicado en "Los oficios terrestres", Ediciones De la Flor, 1986. © Herederos de Rodolfo Walsh. Fue elegido el mejor cuento argentino del Siglo XX.

viernes, marzo 16, 2007

Poema

¿?

Por qué volaste sin decir hola, menos una vez más?
Por qué la mierda es mierda cuando tu voz apenas es memoria?
Por qué el mundo se detiene tan rápidamente?
Por qué, viejo?
Dale! Hablame de nuevo!
Tengo más preguntas que hacerte.

Silamim

Poema


Gotas

Me llueve el alma
con gotas secas y lágrimas dulces
sin importar el tiempo
que pasa y se queda,
que parece quedarse
y de pronto marcharse
en el instante en que los ojos se apagan de nuevo.

Cuando la luz vuelve
me llueve el alma,
otra vez,
con gotas secas exprimidas
sin importar el tiempo.
Aunque cada minuto es oro
sin tu presencia.
Oh, padre mío!
dónde estás cuando más te necesito?

Mientras y
o
gen te tus huesos,
espero aquí,
solitariamente,
en un horizonte incierto
para romper ese silencio profundo
del llanto mudo.

Silamim

viernes, marzo 09, 2007

Texto


JULIO DOMINGUEZ

“Volveré, volveré, siempre a cantar”

Murió El Bardino. El cantor y poeta, el autor de Milonga Baya, tal vez una de las obras cumbres del cancionero popular pampeano. Nos atrevimos a repasar un encuentro y una historia personal a modo de respeto del hombre que decidió esperar a la muerte para ponerle punto final a su destino en la tierra, cargado de soledad hasta los últimos días.


No me gusta escribir en primera persona, sobre todo en notas periodísticas. Es un recurso exclusivo –según mi propio pensamiento- para escritores de relatos, novelas o poesías. Detesto hacerlo porque, creo, las palabras deben conectar al hecho/personaje/situación con el lector. Los que tipiamos apenas somos conectores entre las partes.

Pero en esta oportunidad me tomaré el atrevimiento y romperé, por unos instantes, ese preconcepto tan personal que tengo a la hora de escribir. En esta oportunidad hablaré, con las palabras, de Julio Domínguez, El Bardino, un personaje que reflejó como pocos en su paso de golondrina por la tierra, el olor de la jarilla en sus poemas, el gusto de la tierra más plana que pueda encontrarse y el color de las bardas con sus imágenes grabadas en lo que consideró su módulo inspirador para semejantes cosas: el oeste provincial.
No buscaré un homenaje barato en este fragmento, ahora muerto el poeta, pero sí relatar algunas experiencias personales –con el respeto de aquellos que lo conocieron en profundidad y sin invadir el terreno de su intimidad- con un hombre envuelto en misterio, triste por dentro, serio por fuera.
El Bardino había nacido en el Lote 15 debajo de un aguaribay, cerca de Algarrobo del Aguila, el 20 de diciembre de 1933 y llegó hasta los primeros días de febrero de 2007, cuando la percusión de su pecho hizo silencio para siempre.
Julio me conocía cuando usaba pañales de tela, de los de antes, y mi madre me tenía en brazos en La Rural. Me transporto en el tiempo y los deposito a mediados de los años setenta. Por esos años, El Bardino, ya escribía algunas cosas, después de que en el 62 y como mozo del club Santa Rosa, atendiera a los peso pesados de la poesía pampeana que empezaba a gestarse en ese momento y que tenía a Edgar Morisoli como principal referente. Mi abuelo, Omar Cantero, encontró en Domínguez a una persona responsable, trabajadora, emprendedora, al punto tal que le había delegado la delicada tarea de administrar la plata (antes el dinero se manejaba con fichas de nácar). Con sus ahorros cumpliendo funciones vestido de blanco y moño negro, compró su primera máquina de escribir.
La anécdota inicial y risueña que me viene a la mente y de la que había escuchado cuando había cambiado los pañales por calzoncillos y andaba tras los pantalones de mi abuelo con hermosos mocasines marrones (aún conservo el izquierdo), era que además de escribir al Bardino le gustaba mucho el vino. Cuando podía empinaba un vasito y calmaba su sed. Pero una noche –que luego él trató de definir como “cansancio extremo”- las copas se reprodujeron y quedó dormido, pesadamente, encima de los manteles viejos.
Su historia con la bandeja de acero comenzó en Buenos Aires, cuando en su juventud llegó a ser oficial de Penitenciaría primero, peón en una obra después y finalmente mozo. Me contó que, en ese tiempo y en un reemplazo, atendió a Juan Domingo Perón quien le preguntó cómo lo estaban tratando. Recordó luego que al General le gustaba el Café Bonafide Franja Blanca.
De regreso a casa empezó a encontrar a la más diversa variedad de gentes. Y paraba la oreja mientras podía, para después trasladar a la hoja esa experiencia en décimas y versos con un estilo bien autóctono. Nadie entiende de dónde, pero hizo de sus encuentros y vivencias, un modo de disparar las cosas. No hace falta, está claro, cargar con el título universitario debajo del brazo para escribir siempre y cuándo las letras conmuevan. Y las letras del Bardino conmueven a cualquiera.

El viaje

Otro aspecto que me llenó el alma hasta empacharme fue el viaje que hicimos al oeste, ahí donde nació todo. Pero tuve que apelar al ingenio y los recuerdos para convencerlo de realizar ese viaje para una entrevista.

- ¿Cuánto hay?- me preguntó.
- ¿Cuánto hay de qué Julio?
- Porque vos viste lo que soy yo... para hacer un trabajo como éste, creo que merecería unos pesos...- Noooo... Bardino, nosotros hacemos esto a manera de homenaje a uno de los poetas más importantes que tiene la provincia. Además, usted trabajó con mi abuelo, conoce a mi madre, a mi me conoce de chiquito...
- Bueno, en ese caso sí. Lo hago porque sos vos.
Después de arreglar con palabras y no con dinero el viaje de 400 kilómetros, subimos a la Gladiator en pleno invierno de 2.005 y empezamos a escuchar las más increíbles historias y dichos de boca de Julio Domínguez.
Dijo que los “Dioses del camino” estaban con nosotros porque, a pesar del frío que entraba en la camioneta desde todos los costados, no había lluvia ni amenaza de tormenta.
La salud del Bardino estaba desmejorada desde hacía tiempo. Yo sabía que solo se internaba en el Hospital para desintoxicarse, que su páncreas no funcionaba bien y que el doctor le había aconsejado cuidado absoluto en las comidas y, sobre todo, en las bebidas.
De repente empezó a toser de manera ininterrumpida y, como remedio, compramos unas pastillas de miel. El conductor/fotógrafo le recomendó, ante cada amenaza de esa persistente tos: “Cómase otra, Bardino!”.
En el viaje de ida saqué buena parte de la entrevista en la que habló de la historia de Milonga Baya, del encuentro de su padre con Bairoletto (él lo escribió así en la milonga), de la relación con su hijo Juan Bautista, de los amores platónicos, de la soledad y el destino.
En la soledad de su casa (cualquiera fuere el domicilio) en el último tiempo solía dejar la máquina de escribir en el centro del comedor y atender a los visitantes desnudo. Había construido esa imagen, cuando ya los hombres pueden decir que la vida quedó atrás y sienten que por derecho propio pueden hacer lo que les venga en gana.
A esa soledad llegó a describirla como “un bosque lleno de animales” que hay que saber atravesar. Acaso nunca llegó a atravesarlo porque desde los cinco años caminó solo por el mundo y se fue solo de este mundo.
“Sé que estoy en el tramo final y mi muerte va a ser una muerte buena”, me había dicho antes de hablar del destino.
“Estoy aquí por el destino y nada más. Si volviera a nacer, sería lo mismo. Pero creo que todo se acaba acá nomás, el destino es nacer y morir. Punto”.
Me quedó siempre la impresión de que cada frase de Julio Domínguez era la frase de un filósofo empírico. Tal vez en la soledad encontraba a su musa, nadie podrá saberlo.
Su tos no paró hasta cruzar el Salado, con el cerro nevado de fondo (una foto impagable para estas geografía tan chata en altura). El olor a barda, los cardos rusos y las figuras de los habitantes de Santa Isabel, funcionaron como un remedio alquímico para la salud del poeta, emponchado con una campera de unos cuantos años y esa bufanda roja, tan personal como identificatoria. Era parte de su historia viva, ni más ni menos.
“Las bardas tienen propiedades”, me dijo. Y mientras monologaba en silencio, decía: “Este tipo está de la cabeza, pero es cierto. Dejó de toser justo cuando llegamos a su tierra”.
Antes de ir al Lote 15, cumplimos su pedido. Quiso parar para ver a su hermano postrado en una cama en Santa Isabel. “Ven, por esto hablo del destino. Hacía mucho tiempo que no venía por el oeste y ustedes me proponen venir. Mi hermano no la está pasando bien y tal vez esta sea la última vez que lo vea”, dijo. Créase o no, fue la visita del adiós porque a la semana Julio Domínguez había perdido parte de su alma con la partida de su hermano.
De paso por Algarrobo del Aguila paramos por el único algarrobo –o apenas sus arrugas a decir verdad- del pueblo, frente a un pedazo de comisaría. Y El Bardino largó otra historia, como una máquina de decir cosas interesantes capaces de llenar cuadernos enteros con relatos verídicos teñidos de magia e intriga.
“Unos dicen que ahí descansó el último señuelo de la guerra del desierto; otros que se paró un águila ciego y que como no pudo rumbear, murió en el árbol. Alguna de esas historias será cierta”-recordó para definir el origen del nombre de la localidad.

La muerte

Preparó desde siempre su viaje al paraíso, donde el sol del mediodía no quema y las noches de luna llena invitan a volar desnudos con un teatro a telón cerrado.
Lo contó en décima, en Milonga Baya:

“Por nada se extrañe mañana
en este lugar
no se escuche mi cantar
de jagüelero bardino,
me irá llevando el camino
por algún pago lejano
y al decir adiós paisano
cuando este cantor se vaya
tal vez en Milonga Baya
me recuerden los pampeanos”.

Lo dijo en La Chilquita

“Volveré, volveré
al Oeste a cantar,
y sobre los caminos
mi acento bardino tal vez quedará;
como una cruz al poniente
mi pampa caliente lo recordará”.

“A la muerte no hay que buscarla, hay que dejar que venga sola. Yo no pienso ir a buscarla, para nada. Y si viene, sé que será una muerte buena”, repitió.
Debo confesar que cuando El Bardino desenfundó su guitarra en Atuel Có, la estancia donde nació campo adentro y ahora atendida por los Sánchez, se me puso la piel de gallina.
“A ver vos, que estudiaste con el Sapo Santajuliana, afinámela” me dijo, desafiante. No quise interrumpir, mucho menos bordonear su guitarrita porque lo consideraba una falta de respeto.
El Bardino tocó, entonces, una zamba y la Milonga Baya a su estilo, maltratando a las cuerdas. Pero que no se malentienda, así fue siempre.

“Si escuchan desafinar
de noche en Santa Isabel
tiré mis penas al río
que se las lleve el Atuel”.

Entre Bardinos es un reconocimiento de sus límites. Sabía cuál era su techo, pero siempre usó el camuflaje como elemento de equilibrio entre lo bueno y lo malo. Lo del Barino en vida era made in Bardino, ni más ni menos.
Después de las fotos y de vuelta a casa, las sombras de los caldenes empezaban a esfumarse. Las historias seguían (cuando pasamos por El Destino recordó: “Al Turco, el mismo del dicho popular ¿qué sabés de la muerte del Turco?, no lo mató Bairoletto, lo mató un indio que había trabajado en el boliche por venganza, porque el dueño no le quiso pagar”) y las propiedades de las bardas se habían despedido en Santa Isabel. Y otra vez la tos que persiguió al hombre por 200 kilómetros hasta Santa Rosa. No había más pastillas y sí, mucho de pedirle al cielo para que Julio no se descompensara en medio del camino.
Entendí, más tarde, que era un tipo con buen corazón, capaz de hacer semejante esfuerzo en un viaje de novela. Tal vez me devolvió parte de la gratitud que durante años le dio mi abuelo, el que le permitió comprar su primera máquina de escribir. Tal vez el destino quiso que El Bardino me contara parte de su historia con el arpa de fondo, en plena escalada a la cima. No lo sé. Ni aún hoy.
Sus regresos al hospital primero, al geriátrico después y finalmente su descanso en esa cuna con tapa, fueron cachetazos invisibles, de esos que los médicos suelen dar para reanimar a las personas.
Lo acompañé cuando sus verdaderos seres queridos (hermanos y cantores) entonaron a capella Milonga Baya en ese rincón al que todos llegaremos alguna vez, donde se respira dolor y donde el suelo se inunda en cuestión de segundos.
Le dije chau y me mordí los labios mientras Armando Inchaurraga levantaba una estúpida bandera de cultura en lugar de arrodillarse ante la ausencia bardina en el Cementerio Parque.
Me dio pena. Y no me avergüenza decirlo. Me dio pena por él, porque ya nadie podrá hablar en presente del Bardino y los porrazos en su bicicleta, su bufanda roja, sus canas ocultas y su misterio. Me dio pena el olvido, porque en definitiva El Bardino fue parte de nuestra historia.
Quizá ahora comencemos a comprender el poder de su palabra para sentirnos un poco más pampeanos. ¿Quién sabe? En todo caso el destino del que tanto habló nos pueda responder a cada uno de nosotros.

JMS


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