jueves, abril 17, 2008

Cuento

Colina de sangre

Leandro miró hacia abajo y estaba él. Recostado. Sangrando. Muerto de frío. Con los labios violetas y tembloroso.

- ¡Levantate por favor!
- ¡Maaaaaaaami!

Para subir la colina había que tener piernas de ciclista y pulmones de maratonista. Leandro tenía ambos atributos que le había dado la naturaleza. Lo único que hacía era cortar los leños a diario, arrear los animales y despostar las vacas las madrugadas de los primeros lunes de cada mes para ser repartidas en el pueblo.
María Paula ordeñaba las vacas. Sacaba la leche y la depositaba en los recipientes de metal de 200 litros. Además recolectaba los huevos que las ponedoras dejaban distribuidos en la pequeña parcela, al pie de la montaña y junto al río. Pero siempre en una zona delimitada por alambradas. Los perros, amaestrados de pequeños, alertaban sobre las posibles huidas de las gallinas, las vacas y los caballos de Leandro.La casa, modesta, hecha de roble canadiense, se parecía a las de las películas que narran historias con lagos como fotografías extraordinarias.
Se trataba de ilustrar un escenario natural y la vida que hay en él. Porque allí también respiran los animales y los seres humanos, muchas veces analfabetos, pero sobrevivientes de la naturaleza en un hábitat alejado de las confortables casas de millones de dólares y el glamour de los autos japoneses, las camisas italianas y los perfumes franceses.
María Paula tenía ojos verdes. Dos trenzas rubias que caían sobre sus pechos, hasta la altura de los codos. Unas piernas largas pero fibrosas, como la de las gimnastas, y un trasero envidiable para cualquier chica de ciudad. Figuras como esas, capaces de modelar para Galeano, se conseguían también en los campos.
Julián llegaba dos veces por semana a la granja a recoger la cosecha de la familia Etcheverry. En ocasiones, cuando Leandro salía a la montaña con sus perros como compañeros para mantener unido al rebaño, dejaba sola a María Paula para realizarle la entrega a Julián, un apuesto veinteañero de porte grande, morocho y con cabello despeinado hasta los hombros.

- ¿Puedo servirte un té? –le ofreció María Paula.
- Estaría bien. Pero tengo cinco minutos. Me quedan cinco granjas más para cubrir.

María Paula sabía que Leandro no volvería hasta entrada la tarde. Julián llegaba tres veces a la semana, en una de ellas, quedaba a solas con María Paula. Es que Leandro salía a hacer el recorrido junto a las ovejas, temprano. Podía demorar hasta cinco o seis horas en regresar. Uno de esos días no se topaba con Julián. Leandro era tan obsesivo y meticuloso que su cabeza funcionaba como una perfecta computadora.
Era mayo de 1985 cuando una tormenta huracanada terminó con todo. Cereales perdidos por el granizo, un galpón donde guardaba sus herramientas, las sillas de los caballos, su camioneta y el pequeño tractor destrozado. La casa soportó casi estoicamente, pues la construcción era sólida, pero después perdió todo. Animales muertos, cerdillos duros como embalsamados, gallinas desplumadas y una docena de vacas muertas trágicamente con hierros incrustados en sus cuerpos. Unas cincuenta –y el par de caballos- habían logrado sobrevivir.
Con ello se frustró un trozo grande de un sueño. Leandro quería comprar un lote lindante, tener más animales y expandirse, tener más riquezas para generar más riquezas. Construir una casa más confortable, de material, y poder gozar de un día de pesca a la semana. Cambiar su hábito.

Aunque, frustrado, lo intentó de nuevo. Compró algunas vacas más, cerdas y padrillos, ponedoras y algunas semillas.
Todo le había costado más que antes. Incluso comenzaron a aparecerle intensos dolores en sus hombros y en su pecho.
“Debe ser el esfuerzo” –monologaba en silencio, buscando excusas a una causa peligrosa. Mientras todo parecía encausarse, los dolores intensos recrudecieron. Estaba a mitad de la colina y había empezado a perder la memoria. No recordaba a qué hora había salido de la casa y para qué.
María Paula empezó a asustarse.

- ¿Cómo que no te acordás? Te fuiste con los perros a buscar las ovejas. Saliste hace siete horas.- ¡Siete horas! Lo dudo.
- Leo, ¿Qué te está pasando?
- Me querés hacer pasar por loco. Pero estoy más cuerdo que vos y toda tu puta familia. Todos esos gallegos de mierda que son incapaces de venir a ver si necesitamos algo.
- Pero Leo…
- … Leo nada. Tengo razón. Siempre tuve razón.

Bastaron dos segundos para verle la boca a Leandro, embadurnada de saliva, sus ojos con ramilletes rojos y las inmensas venas de su cuello forzando las palabras. No era el Leandro que Paula había conocido.
Mientras lo observaba, se secaba las lágrimas con las yemas de sus dedos índice y gordo y cerraba el puño izquierdo para correr esas lágrimas de sus ojos.

- ¿Y ahora por qué llorás?
- Es que nunca fuiste así…
- ¡Porque tengo razón! Vos querés hacerme pasar por un loco, por una bestia.
- Lo único que te pregunté fue por temor a que te pasara algo. Yo acá, esperando, sola…
- ¿Sola?
- Sí, sola.
- Me estás mintiendo. Sabés que no soy tonto. Hoy es día de recolección y Julián vino.Leandro lanzó una escena de celos sacada de otra historia. Y esta vez no fue por una copa de vino, directamente tomó la botella de la heladera, le sacó el corcho como si tirara de un hilo descosido para arrancarlo de una camiseta, y se la llevó a la boca. Tomó un trago, se secó con la palma abierta de su enorme mano izquierda los restos de vino que caían por la comisura, y bebió de nuevo.Paula empezó a asustarse más, sobre todo, porque temía que Leandro tuviese, de repente, una actitud violenta. Como nunca antes.

- ¿Qué mierda estás mirando?, ¿No puedo tomarme mi vino? Trabajo todo el día para sacar esta chacra adelante, quiero que todo sea como hace dos años…
- Está bien Leo. Pero te pido que te tranquilices. Esta violencia lo único que puede hacer es matarte lentamente.

Leo desabrochó su camisa tipo escocesa con cuadros rojos y negros. Debajo llevaba un camisolín blanco sudado por esas gotas de alcohol. Arrugó su boca y cerró sus ojos. El dolor intenso en el pecho había aparecido nuevamente. Se sentó para ahuyentar ese fantasma y abrió los brazos que cayeron como dos mancuernas de acero a los costados del sillón de cuero hasta dormirse profundamente.
María Paula le tendió una frazada de lana y fue a la cama. Leandro durmió profundamente.Al día siguiente salieron de compras a la ciudad como si el episodio hubiese sido parte de un sueño. Leandro se avergonzaba de lo ocurrido. Para tapar ese negro hueco, decidió comprarle flores en la esquina del cementerio del pueblo.
“Si me muero, no me traigas acá. Es un espanto este cementerio. Prefiero que me quemes y después me tires en la colina” –dijo Leo, entre risas y con buen humor.
“Vos no te vas a morir. Vamos a salir adelante. Vamos a volver a ser dos en uno mismo. Y tal vez más, y más…” –se ilusionó Paula.

De regreso a la casa, Leandro cocinó un pollo que había apartado antes de salir al pueblo. Lo mató sin piedad, como si se matara una mosca con esas paletas plásticas que se consiguen en las casas de baratijas. Sólo que Leandro tomó el cuello del ave y golpeó la cabeza en el borde de un ladrillo y luego la arrancó hasta desangrarse.
Luego de depositarlo en agua hirviendo para quitarle con más facilidad el plumaje, lo llevó al horno a 180 grados con unas papas, batatas y cebollas de la huerta.
María Paula dispuso los cubiertos, una pequeña de centro de mesa –porque el romanticismo no es sólo propiedad de los grandes restaurantes de las ciudades- y dejó la ventana abierta, desde donde podían contemplarse las estrellas y la luna que empezaba a llenarse.
“Mañana tengo que llevar a las ovejas. Esta noche quiero descansar bien porque tengo que clasificar los alimentos, las verduras, los huevos y los pollos, antes de salir con las ovejas” –dijo Leandro antes de irse a la cama.
El sol se confundía en el horizonte, en esa conjunción de rojos amarillos. Podía reflejarse en el lago, con la bruma montañosa y el aroma de las flores silvestres, perfumadoras naturales de la existencia. Era un buen día para llevar las ovejas a pastar. Sacarlas a campo abierto, que ejerciten sus músculos y se alimenten de la mejor hierva. Con ellas caminaría, como cada semana, durante horas, perdido en el monte, de a pie y paciente, hasta respetuoso de los tiempos del rebaño.
“Es hora de irme. No olvidés entregar la mercadería clasificada en los cajones”, le indicó Leandro a María Paula.

- Tengo algo que decirte.
- Ahora no, tengo todo listo para irme.
- Pero es importante y quiero que lo sepas.
- Luego, cuando regrese.

Leandro hablaba seco. Cuando se enfrascaba en su trabajo parecía ingresar en un mundo diferente, solo contra todo, con comportamientos egoístas, como envuelto en un traje de luchador que pretende una revancha y que, en sus sueños, se imagina vencedor. De ese modo es que pretendía rehacer su pequeño imperio luego del desastre, después del caos en el que había perdido casi todo su trabajo de años.
María Paula lo despidió como siempre. Lo miraba unos metros cuando su enorme figura empezaba a achicarse camino a la colina. Siempre repetía esa escena, como una marca inalterable. Pero en ese momento Paula sentía un vacío en su corazón, como un gran empacho o un dolor de cabeza que necesitaba de una aspirina. Su aspirina sólo consistía en la palabra y el testimonio, pero apenas encontró los oídos aturdidos y sordos de Leandro.
Paula quedó sola, una vez más. Fue hasta la granja a recolectar huevos, desparramar al voleo maíz para las gallinas y los chanchos. De pronto se adelantó Julián, con su camioneta repartidora con cúpula. Abrió la tranquera y la estacionó rompiendo la puntualidad inglesa que lo caracterizaba.

“Hola Julián. Te adelantaste una hora” –le hizo notar María.
- Sí. Es que desde esta semana surgieron dos nuevas chacras. Entonces tuve que armar un nuevo recorrido. ¿Estás triste?
- No. ¿Es que mi rostro refleja tristeza?
- No es que refleje tristeza. Pero sí amargura, es lo que transmite tu rostro, el de una mujer tan linda y pura que poco sabe de ingratitudes. Ante la primera señal, tu rostro te delata.

- Es que...
- … ya sé. Te preocupa Leandro.
- Claro... No sé cómo decirle.

Sorpresivamente Leandro apareció a buscar una medicina para algunas ovejas con problemas dermatológicos. En la cocina Julián acariciaba la panza de María Paula, parado a un costado de la mesada, cuando los perros salieron decididos al encuentro con Leandro.

“¡Hija de puta!” –le gritó. “Me rompo el lomo para sacar esto adelante, trabajo y vos me hacés esto”.
La puerta se cerró violentamente con el empujón de Leandro, fuera de si por completo. A Leandro empezó a dolerle como nunca el pecho. Pero agarró la botella de vino de la noche anterior, la partió contra la pared y con el filo le apuntó derecho al corazón de María Paula, quien se derrumbó de inmediato, apoyando primero sus rodillas y luego su pecho en el piso, como un árbol talado que cae en cámara lenta.
A Julián le apuntó con el rifle recortado. Le ató las manos, lo golpeó con la culata y lo llevó a la colina, cargado sobre su hombro con un viejo repasador como bozal.

Leandro se quejaba por los dolores. Pero su sed de venganza lo había obnubilado por completo.
Caminó una legua. El sol era tan fuerte que atravesaba con poder las nubes y castigaba sobre la espalda de Leandro, lanzado a su objetivo como un tren bala.
Lo bajó junto a una arboleda. Le quitó el repasador de la boca, pero no desató sus manos. Cuando Julián despertó encontró el ojo derecho de Leandro pestañando mientras lo posaba en la mira. El disparo sonó seco y el proyectil se hundió en el hombro izquierdo. Julián gritó tan fuerte que quedó afónico. Atinó a correr, barranca abajo, mientras Leandro recargaba -como un frío asesino- su escopeta.
Julián alcanzó a recorrer 30 metros hasta tropezarse con una piedra. Cayó desmayado. La sangre recorría la camisa blanca, agujereada por el balazo.
Leandro miró hacia abajo y estaba él. Recostado. Sangrando. Muerto de frío. Con los labios violetas y tembloroso.
- ¡Levantáte!
- ¡Maaaaami!
- ¿Qué hacías con mi mujer?
- ¡Maaaammi!

Leandro insistió. Una y otra vez. Y, con el poco aliento que le quedaba, Julián alcanzó a balbucear: “María Paula quería decirte que si era varón se llamaría Leandro...”.
Leandro se tomó el pecho por última vez. Caminó hasta el árbol. Se sentó y antes de apretar el gatillo con la escopeta en su frente, miró a sus ovejas.

jueves, abril 03, 2008

Me di el gusto

Je, me di el placer de entrevistarlo. Una linda experiencia digamos...
La nota completa en El Diario de La Pampa.

martes, abril 01, 2008

Ahora las poesías están en casa

Bustriazo se reencontró con su obra

Tuvo que esperar un rato largo Juan Carlos Bustriazo Ortiz para recuperar su obra, la que había pedido en los últimos días públicamente. Fue ayer, cerca de las 20 horas, cuando acompañado de su mujer, Lidia, y su abogado, Pedro Salas, salió de la escribanía de Yolanda Martínez, lugar elegido por Dora Battistón para desprenderse del poder que le había otorgado quince años atrás el poeta. “Yo les di la custodia porque estaba enfermo, por eso quise que ellos la cuidaran”, le había dicho Bustriazo a El Diario días atrás. “Pero ahora quiero que la señora Battistón me devuelva hasta la última hoja, ni un poema más, ni uno menos”, agregó.
Hoy Bustriazo tiene lo que le pertenece en sus manos. Sin custodias. Son escritos no encuadernados pero sí ordenados y discriminados cronológicamente, gracias a un trabajo que cumplió la profesora Battistón -acaso una de las personas que más comprenden y conocen la literatura de Bustriazo- mientras tuvo los poemas en su poder.
“Estoy feliz”, dijo entre emocionado y silencioso Bustriazo, cuando la escribana Martínez abrió las puertas para fotografiar el momento. “Demoramos un tiempo porque son muchas obras. Además, Juan Carlos, cuando se encontró con la primera poesía, ya se emocionó”, contó Salas.
Una recopilación de esos poemas escritos en treinta años iba a formar parte de una publicación próxima -que ya tiene editadas hasta las tapas- de cuatro libros. No se sabe qué ocurrirá ahora, cuando el dueño de la palabra tiene en sus manos un trozo de esa publicación.
Vestido impecablemente con una camisa anaranjada, el poeta de Elegías de la piedra que canta, Unca Bermeja, Poemas puelches y el Libro del Ghenpín (la última de las publicaciones) llegó a la escribanía a las 17:20 en compañía de su abogado y su mujer. Caminaba presuroso, ansioso por tener entre sus manos los poemas que, según se dice, podrían formar parte de 79 libros. La ceremonia de firmas y comprobación de la documentación se extendió por casi tres horas. Después Bustriazo, entre agotado y feliz, disfrutó del momento. Y se marchó agradecido.