jueves, mayo 31, 2007

Relato breve


Manos que dicen


Las manos siempre me produjeron curiosidad. No sé por qué, pero creo que son capaces de definir las personalidades y los actos de los seres humanos. ¡Y vaya que hay manos!Creo que en una galaxia, yo elegiría la constelación más próxima si me dieran alternativas y allí depositaría las manos de mi padre. Y haría esta elección no como un simple acto demagógico, sino porque creo que, sus verdes ojos y grisáceo cabello –desde luego, con sus manos como disparadoras de mi análisis-, constituyen los elementos necesarios que me posibilitan transportarme en el tiempo con esa compañía abstracta tan necesaria cuando la angustia es capaz de ser más fuerte que la sonrisa y la felicidad efímera que pueden arrancar el resultado de tu equipo favorito de fútbol o básquetbol, o la victoria de un boxeador admirado. Es que estas cosas suelen ser, para aquellos que podemos llorar sin derramar lágrimas, demasiado fuertes como para tacharlas del calendario.
Por eso quiero rendir homenaje a esas manos que aplaudieron las mejores noches en las reuniones con ocasionales amigos, transeúntes de cabotaje a los que jamás podré llamar amigos. Es una manera simple, acaso muy banal, para lo que él ha representado en mi vida.
Las manos de mi padre han sido demasiado generosas. No estuvieron curtidas por el trabajo con maquinarias pesadas, pero interiormente creo que se sintieron como encapsuladas dentro de escafandra. Demasiado para tan poco. Mi memoria me trae en este momento una palma grande, dedos gordos capaces de hincharse en las noches de alcohol, con gruesas venas conductoras de sangre combinada que tornasolaba el verde, rojo y azul, en un violeta furioso.
Esas manos fueron las que, treinta años atrás, acariciaron mi rostro por primera vez, cuando mi madre aún se reponía de su anestesia. Y fueron las últimas que tomé cuando trataba de transmitirle mis energía para que despierte de ese sueño que, un rato más tarde, sería eterno. Sus manos eran ásperas, sus palmas transpiraban hasta en los inviernos más crudos, pero las tengo tan presentes que hasta me parece sentirlas como cuando un día de furia, por una travesura de niño, me golpeó hasta dejarme sellados sus dedos en mi mejilla derecha. Esa es, tal vez, la dolorosa caricia que más presente tengo, cuando –sospecho yo en un acto de arrepentimiento- pasaba su mano de un lado al otro mientras un niño que no despertaba de su miedo, se tendía en su regazo. Esa mano diestra de maestro, ensuciada con tiza blanca en el pizarrón verde del colegio Normal, es la que recuerdo a menudo pero extraño para estrecharla. Creo que lo mismo, pero en proporciones diferentes, deben sentir mis hermanos y mi madre. Era también la mano maestra de los asados domingueros, la que con el tiempo empezó a teñirse de ese amarillo opaco que delatan los rasgos de la nicotina y el humo del cigarrillo largo. De mi padre he heredado, tal vez, esa bohemia que me ha acercado a la buena música, la lectura y la pasión por los deportes, en especial el boxeo. Es un lazo que no puedo dejar pasar por alto aunque quisiera, en especial porque las fotografías en las programaciones sabatinas del club Santa Rosa con un rubio de orejas prominentes, así lo testimonian.
Hasta estos días me lamento no seguir cursando las clases de un erudito del boxeo profesional de cualquier parte del planeta. Era capaz de enseñarme el secreto para que un boxeador con un récord negativo pueda tener chances ante el mejor exponente. Es que no había perfección ni excelencia en su manera de pensar y ver las cosas. Menos en un deporte como el boxeo, al que muchos definen como el arte de pegar y no dejarse pegar. Yo entiendo por excelencia en la disciplina, aquel boxeador que haya conservado su pantaloncillo y su licencia, sin rastros de sufrimiento y dolor. No es que se trate de una medida extremista, pero intento graficar que a mi manera tampoco es válido el concepto de la perfección en el sentido fino de la palabra.
Mi padre ha apretado las manos de los más grandes boxeadores que dio la provincia. Recuerdo, por comentarios de mi madre, que pospuso su Luna de Miel por ir a alentar a un boxeador al que llamaban Zorro al estadio Luna Park, la meca del boxeo argentino. Hoy, a modo de legado, soy yo el que se conecta con la camada actual del boxeo. Y esas manos que aprieto con fuerza representan es apenas un simple formalismo que me encargo de cumplir a modo del respeto al ser humano, de testimoniar mi reconocimiento hacia esos rostros sufridos, alimentados en sus infancias a pan, tortas fritas y mate cosido. Ese es un elemento que va de la mano en la formación -en la gran mayoría de los casos- de estas almas que son hipotecadas sobre un cuadrilátero con el propósito de encontrar la fama y los millones cumpliendo un mandato simple: derribar a su oponente.
He visto manos curtidas por los golpes. Y no son precisamente las manos rosas de un escritor o un estilista. Son manos marmoladas, con palmas blanca y arrugadas con líneas infinitas que parecen representar un folleto publicitario de las salidas de los aviones de una aerolínea internacional y sus destinos. Se nutren de dedos lastimados, cicatrices, nudillos con cayos y uñas largas.
Roberto es un campeón sufrido. Se crió en una localidad muy pequeña y era uno de los siete hermanos de la familia Arrieta. Me confesó que, cuando volvió a su tierra ya con el cinturón de campeón sudamericano, sintió vergüenza. “Es que la misma gente que me saludó, es la misma a la que fui a pedirle un pedazo de pan cuando en casa no teníamos para comer”.Esas franjas invisibles en la memoria del hoy campeón revelan el camino transitado. Y cada uno de esos caminos están grabados a fuego en esas manos que jamás conocieron la caricia en la cara materna. Son las manos que golpearon mil puertas, como carta de presentación para un pedido desesperado de hambre. Las mismas que, en la adolescencia, se embadurnaron de dolor, descalcificadas, como delatoras de una alimentación deficitaria, sin proteínas ni nutrientes necesarios para la formación del ser humano que se precie de crecer al margen de la pobreza. Hoy Roberto, como cualquier boxeador, utiliza sus manos para vivir. A costa de cualquier recompensa. No sólo golpea cada vez que sube a un cuadrilátero, lo hace a diario en sus entrenamientos solitarios ante la bolsa o los sparrings. Aquí voy a permitirme reparar en una cuestión acaso muchas veces pasada por alto por los improvisados periodistas o aquellos privilegiados espectadores de ring side, capaces de elaborar una crítica en cuestión de segundos. Es el facilismo con el que se suele opinar, sin conocer el trasfondo del individuo que busca la paz que puede darle un colchón de billetes mientras convive, de manera casi inconsciente, con la muerte.Las manos de Roberto hoy están cargadas de historia. Desnudas, caminaron y se secaron en el frío del oeste; vestidas con las mejores ropas, se pasean como una de las más cotizadas del pago pues ellas tienen la capacidad de abrazar y amasar los millones de un título del mundo.
Sin embargo en el mundo muchas manos esperan con mirada al cielo, como si se trazara una perpendicular imaginaria perfecta con los brazos pegados al cuerpo. Es un llamado que pocas veces se atiende, con ese recipiente de respuestas vacío que aguarda y aguarda.
Como Norma, la madre de Andrea, desaparecida cinco años atrás en un episodio gris -por no decir negro-. Ella espera a la niña que será siempre, la que lleva su misma sangre. Y se desespera cuando por las noches oye su voz, de auxilio, en el subconsciente que la acerca del más allá terrenal o galáctico. Porque sus manos son las que se cierran y golpean en su cabeza por la desaparición repentina por haber hecho oídos sordos a su ruego con mares de sangre desparramados bajo la piel con la violencia como compañera del miedo. Es la muerte misma que no quiere imaginar, pero que parece cada vez más cierta; es la angustia que a diario le corre por su cuerpo mientras el hombre de Andrea, al que muchos apuntan como el responsable de su ausencia mágica, cuenta los días para recuperar la libertad.Son las manos de la justicia teñidas, en una balanza desequilibrada en donde el bien y el mal ya no definen por penal. El mal ha ganado su partido por escándalo en un juego ilícito contagiado de trampa, como una epidemia capaz de abarcar el más grande de los espacios imaginados.Así lo ha hecho la mano del dictador provincial, que utiliza a menudo su índice derecho para mostrar el camino de una libertad encubierta, cargada de horror y miedo, potenciando el hambre en donde el hambre es rico; generando una campiña minada de holgazanes que multiplican sus salarios en cuestión de horas, siendo cómplices a la permanencia del poder del dictador. Sólo eso basta para sortear la línea de pobreza: encausarse en el mismo río que el dictador de turno.Esas manos sobonas son las que cargan con cuchillos invisibles, casi como anestésicos, en almas analfabetas complacidas con leche vencida a cambio de un voto. Sólo eso.No es necesario que repare en esto para explicar de qué se trata mi idea. Pero la clase dirigencial, cargada de demagogia, potencia la pobreza con estos mismos métodos, pues la pobreza se multiplica con el libertinaje, y el libertinaje se reproduce a borbotones, como los disparos de una ametralladora.Esas sin que son manos sucias. Y ahora quiero servirme de esta metáfora para conectarme -y desconectarme de un mundo del que no me gusta ser parte- con las manos más bellas que he visto jamás: las de mi abuela.Ella las ensuciaba con harina triple 000, preparando las empanadas para los enormes acontecimientos cada fin de semana. Ella las ensuciaba con las sabrosísimas salsas de cereza para acompañar el peceto, su plato preferido.
Mi abuela era –no quiero cometer, al igual que con mi padre, un acto de orgullo familiar- una estupenda cocinera oculta, la madre de un imperio que levantó junto a su esposo Omar, un mozo que con sus ahorros se atrevió a los servicios de catering (antes llamados servicios de lunch).Ana las aseaba, las mimaba y las contenía día a día. Eran impecables manos con dedos perfectos, sin los síntomas típicos de la vejez que sí era capaz de manifestar el cabello.
Era un deleite para los ojos de cualquiera ver esas impecables uñas rojas, esos anillos dorados y delicados, sinónimos de una coquetísima señora de las cinco décdas. Nadie, en un encuentro desconocido, hubiese imaginado que esas manos servían al resto y llevaban, en cada bocado, una añadidura de amor que sólo ella era capaz de conseguir.Y es en este instante, en donde uniendo conceptos de los expertos cocineros (ahora denominados chefs pues el mundo globalizado también ha transformado hasta los conceptos) llego a la conclusión de que a un comensal se lo convence siempre y cuando la comida esté elaborada con amor. Y ese es el amor que mi abuela disponía a cada hora, enterrando sus malhumorados momentos. Era una especie de salvavidas con el que podía navegar hallando su libertad en un mar de afectos.Por eso creo que su corazón se multiplicó hasta estallar. Pero de manera tal que hasta escogió –otra vez debo decir de manera inconsciente- su lugar para morir y despedirse de este suelo compartiendo un almuerzo dominguero en mi casa, junto a mi madre (su hija), mi padre y mis hermanos.Puedo hoy mismo recordar sus manos quietas para siempre, como hierro macizo, colgando de la camilla. Aún así eran manos suaves como un terciopelo, con el pulso silenciado por el tiempo. Esa imagen tendida, como muñeca de porcelana de labios violáceos recostada en un dulce sueño eterno, es la imagen que hoy enciende mis miedos y calma mis angustias. Sé que el amor verdadero, el que es capaz de respirarse, el que tiene color, sabor y olor, sólo puede encontrarse en el patio de tu casa. Es un legado que, de un modo u otro, he interpretado para tratar de respetar como si fuera el mandato de un testamento fantástico.Y mis manos son las conductoras de esa ley no escrita que se tratan de estampar en un abrazo a mis hermanos o sobrinos. Creo que, decididamente, ese es el momento en el que deposito el mayor de mis sentimientos con el menor de mis esfuerzos.Es una construcción que me viene a la mente y que elaboro tan pronto como que mis ojos se posan una y otra vez en las pequeñas manos de mis sobrinos, tan vírgenes y honradas que hasta daría parte de mi alma para clonarlas e injertármelas a mis brazos.
Soy capaz examinar, a través de un apriete o simple caricia de manos, el comportamiento de las personas. Me lo ha dado la experiencia y pocas veces suelo equivocarme.Y no me equivoco en definir a las manos de mi madre como las más simples, honestas y sinceras del mundo. Tantos atributos juntos que son capaces de hundir al dolor mismo en el fondo más lejano, ahí donde ni si quiera el eco se arriesga a llegar. Porque esas manos, ¡válgame Dios!, son las manos más valientes con las que me he llegado a encontrar. Ensuciadas por manos traicioneras, lastimadas por manos propias, heridas con látigos salvajes. Pero aquí están. Firmes. Las toco, las acaricio y las amo. Soy capaz de escribir el mejor de mis poemas con sólo nombrarlas.
He dicho que pocas veces suelo equivocarme en esto de las apariencias. Y sí que vale la pena estar vivo para encontrarme con las manos de mi madre, tan especiales que hoy parecen pájaros en el aire. Pero sé que esas manos alguna vez quedarán mudas. Me atemoriza pensar en el futuro. Hoy me detengo por un instante, reparo en mis manos rosamarillas y pienso... Si la divinidad fuera capaz de aceptarme un trato, volaría ya mismo lejos, muy lejos, con las manos de mi madre empujándome al paraíso. Sólo crecerán las uñas y al menos así podré vivir eternamente sin cargar con un dolor que ya empieza a intrigarme de solo pensar.

jueves, mayo 17, 2007

Música

CatalinaTom y el disco que se viene
Foto: Walter Brandimarte

CatalinaTom, una de las formaciones pampeanas más importantes de la música doméstica, prepara su primer disco de estudio que se llamará “Más del Barro”, grabado en Buenos Aires y en los estudios InterM de Santa Rosa.
Es CD de la banda conformada por Juan Ignacio De Pian, Mauricio Flores, Pablo Ardovino y Nazareno Ribeiro, que ha logrado una identidad y reconocimiento con los años (sobre todo por su impronta de pertenencia con interpretaciones como El Vago, en donde se escucha la voz de Juan Carlos Bustriazo Ortiz) empezó a tomar forma a principios de este año y contó con la participación de músicos locales y foráneos. Los temas que formarán parte del disco serán “Salamanqueando”, “La dancera” (una impactante versión), “Amargo dulzor”, “Milonga a Marga”, “El ciego más bizarro”, “El reflejo”, “El vago”, “Necesito una luna”, “Más del barro” y “Estar son los otros”.

lunes, mayo 14, 2007

Poema

Como quiero que estés conmigo

Como quiero que estés conmigo
para saborear la tierra entumecida
de las almas más puras,
de las alas cortadas y las pupilas nubladas,
sin paraísos de rosas rojas y blancas.

Como quiero que estés conmigo
para acompañar mi camino
de espinas secas y vidrios molidos,
de brasas ardientes y clavos oxidados.


Como quiero que estés conmigo
para beber este azúcar salado
y el malbec avinagrado
con la borra como insoportable
seguidora del destino.


Oh, padre mío
no alcanzo a soportarlo
no puedo sostenerlo,
es el dolor más doloroso,
el amor más odioso,
que el camino me ha otorgado.

Sin ti, compañero de mi sangre.
Sin mi, compañero de tu olvido.


Silamim

Poema

Cuál es el destino?

Ey tu, poeta sin abecedario,
dónde están tu moño
y tu saco blanco?


Y tu, caminante solitario
de la tierra más chata
que la altura puede otorgarle,
cuál es tu destino?
tu solitario destino?


Y cuál será esa calandria
que en el alba te acaricie
tus oídos calcinados?


Niño viejo, del desierto
bardinosamente acompañado
sobre dos pies, de historias ensambladas.

Del alazán o el pintado,
y ese aguaribay que hoy calla,
pues no tiene a quien cantarle.


De las hojas desnudas, límpidas,
para un baño decimalmente
pintado de Juan Bautista.

Poeta del abecedario empírico,
amigo solitario,
de capa negra y soga roja
que nada bien lejos,
con las almas de su infancia
cuando la libertad era la vida,
y la vida no se enfrentaba con la muerte.

Ey tu y tu risa de boca cerrada!
cuéntame ahora
qué poemas se escriben
en ese destino que espera?


Silamim

viernes, mayo 04, 2007

Cuento


Maldito el tiempo

“Hoy no voy con ustedes” dijo Ezequiel. Con José nos miramos sorprendidos, cara a cara y lanzamos al unísono la pregunta:

- ¿Por qué?
- Porque me voy con Verónica.

El mundo seguía corriendo. Aunque para nosotros, de una manera diferente. A los 15 años los amigos de la secundaria se convierten en hermanos. Y son capaces de cualquier cosa para que nadie aparte de su lado lo que –creen- les pertenece, acaso en un razonamiento egoísta.
Es un proceso cronológico entendible. Y hasta una cuestión mágica que sólo es capaz de entregar la ley abstracta de la vida.
Me acuerdo de esa primavera, en tercer año, como si mi reloj se hubiese detenido en este mismo momento.
José era bueno en matemáticas y ciencias sociales. Muy inteligente y capaz, de esos alumnos que ordenan las carpetas con separadores coquetos, subrayan con lapiceras de colores los temas más interesantes y toma con religiosidad sus dos horas diarias para hacer las tareas. Repartía muy bien sus espacios, impulsado tal vez por obligación de su madre, una docente de 1,50 metros que se ganaba la vida extra encuestando a la gente de los temas más diversos e inimaginables.
Le gustaban mucho los pájaros. La vigilia de los sábados se convertía en la más feliz que un adolescente puede tener. Y muy lejos de las tentaciones de moda, en donde el pool había quedado atrás y los videojuegos se instalaban para crear una nueva atmósfera de divertimento para los chicos. Digo que para José, como para cualquier otro niño, la vigilia era la más hermosa y pura que un ser humano con una vida entera por delante puede tener. Esa sensación incomparable que es capaz de dejarte con los ojos abiertos la noche previa, deseando que los segundos se consuman rápidamente.
Nada de tareas los días viernes, para eso estaban los domingos. En esos viernes tan especiales, José armaba sus equipamiento para fugarse al medio del monte con amigos a cazar cardenales de la manera menos hereje: con pega pega. Los pajaritos gritones caían en las trampas de esa especie de cera para depilar que usan las mujeres, antes de ser enjaulados para alegrar las mañanas.
José era, en ese tiempo, una especie de gurú para su círculo. Por eso Chicho o La Chancha (así se llamaban sus ocasionales amigos de cacería) siempre corrían a la par. Las decisiones y los lugares concretos para dar con las mejores especies sólo eran conocidos por José, un líder natural por peso propio.
Además de esa virtud, a José le gustaba recoger objetos que descansaban en las calles. Llaves, relojes en desuso, herramientas, bicicletas oxidadas... todo iba a parar a la gran bolsa. Por eso siempre nosotros preguntábamos: ¿Cómo es que tenía semejantes herramientas? La respuesta era simple: porque iba detrás de ellas o porque ellas esperaban su llegada. Como si las tuercas, destornilladores o radios desarmadas, soportaran estoicamente los golpes del tiempo para prolongar su existencia. En algún momento llegarían las manos salvadoras de José para ofrecerles una nueva oportunidad. Quería ser veterinario, pero el Servicio Militar Obligatorio le frustró un sueño. Recluido lejos de su casa, con 18 años, José se enamoró y pronto fue padre. El futuro profesional de la familia quedó en un trabajador medio en las oficinas municipales, de regreso a su ciudad.
Ezequiel era bohemio. Excelente alumno y mejor compañero. Le gustaba escuchar a Los Beatles, Sumo y los Redondos. Tenía mucho interés por los aviones –una pasión que también atrapaba a sus hermanos- y era un ganador con las mujeres. Una especie de Dandy adolescente, capaz de enamorar a la mejor jugadora de cesto del momento, como a la hija de los jueces o conquistar el corazón de una bella mujer. No hacía nada para ir en busca de ellas, ellas venían a sus pies, atraídas por su cabello negro, su elegancia para caminar y su talento para besar.
Nada de esa imagen se mantiene hoy. Ezequiel dejó de escuchar Beatles y profundiza en el folklore argentino. Toca el bombo y vive en Buenos Aires. Está enamorado de una mujer a la que fue a buscar y le falta apenas la tesis para ser comunicador social. Su metamorfosis llegó al punto de duplicar casi su peso corporal de adolescente. Saborea los buenos vinos como un exquisito sommelier y lo pueden las empanadas caseras y los asados.
Yo soy Manuel. Era parte de esa trilogía inquebrantable, de ese cuerpo estable que se movía impulsado por nuestras mismas sensaciones. Una bola homogénea de sueños juveniles, desentendidos de los problemas del mundo de fin de milenio. Sólo pueden entender esto aquellos que sienten por amistad el concepto profundo de la palabra.
Debo decir que no tenía la misma suerte que Ezequiel para las mujeres. Yo las buscaba pero ellas no aparecían. Y podía distinguirme de José porque no comprendía la vida en el campo en búsqueda de pájaros para que musicalizaran mi hogar. Me gustaban los deportes en la televisión, sobre todo el tenis, y el rock nacional que se escuchaba en radio.
Era buen alumno también, más allá de algunos pequeños baches. Recuerdo haber finalizado ese tercer año con Superado la materia química. He cometido alguna travesura en mis ratos libres –ninguna que pueda ser castigada con la pena de muerte- o en ocasiones en donde las materias se hacían demasiado aburridas. Tenía ciertas fobias, una con el cabello y otra con las camisas.
Mi cabello era castaño brillante hasta los hombros, lo trataba con shampoo de manzanilla y cremas para fortalecer el crecimiento y evitar las malditas raíces. Jamás, en los cinco días de la semana, repetía camisa pues había heredado una buena colección de mi padre (amarillas, blancas, rosas, celestes, a rayas). Trataba de combinar los colores con las corbatas (algunas de ellas también de mi padre), el blazer azul y el pantalón gris. El único que no llevaba corbata era Ezequiel, claro, he dicho, él era el Dandy del tridente.
Los tres teníamos un mismo objetivo de sábado a la tardecita, cuando ya no había pájaros por cazar, cuando los partidos de tenis se habían acabado y cuando los aviones estaban en los hangares. Nuestra ambición era conquistar el mundo, sentirnos los reyes del matinee y abrazarnos y besarnos con las mejores mujeres, situación que pocas veces lográbamos José o yo.
He llegado a contabilizar un año entero de sábados ininterrumpidos con asistencia a los matinés del boliche de moda. Siempre recordamos la anécdota con Ezequiel. En realidad el que refresca la memoria con ese episodio soy yo.
Intenté con la medicina, pero me di cuenta de que abrir cuerpos o analizar pacientes, no era mi elección de vida. Sentía que, de alguna manera, debía conectarme con el deporte de la manera que fuere. Y estoy feliz de haberla encontrado con el periodismo.
Ezequiel hoy está lejos. Pero siempre está cerca. José hoy está cerca, pero estuvo lejos.
Con su nueva vida empezó a enterrarse en la tierra más profunda jamás imaginada para nosotros. Fue su batalla con el otro yo por la que aún pelea.
José empezó a fumar marihuana. Y a tomar cerveza una y otra vez hasta convertirse en un alcohólico.
Decidió vivir con amigos, buenos pibes, pero malos amigos. Se ganaba la vida levantándose cada mañana a las 6 para ser un empleado municipal más. Y pagaba las cuentas y sostenía a los vagos. Pero su felicidad efímera lo desconectaba del mundo real.
Eramos hermanos. Y el pecho se me infla cada vez que digo que soy el padrino de su hija. Eso me demuestra su confianza, su presencia permanente y su amor incondicional. Lo que no le demostré yo en todos estos años.
La vida nos separó y la muerte golpeó nuestras puertas. Recuerdo cuando con Ezequiel y Germán golpeamos su puerta, una noche de verano y José nos respondió borracho, con olor a cigarrillo negro y una rara mezcla de Gancia con cerveza. ¿Qué demonio había conquistado su mente? Ni aún hoy puedo entenderlo.
No supe de él en mucho tiempo. Preguntaba a terceros por su existencia, de la que sabía poco y necesitaba saber más. No podía reconstruir la vida adolescente porque no existe ley alguna capaz de volver el tiempo atrás. Pero me movía mucho la necesidad de conectar al menos esos tres hilos que pienso llevar conmigo hasta que duerma mi siesta más larga. Y podía lograrlo de una manera: conectando a José.
“Estuve con José en el casamiento de su hermano”- me dijo Ezequiel. “¿Y cómo está?”- le pregunté. “Parece que bien. Tiene dos hijas más, una mujer y está viviendo en la casa de su abuela”.
Pensé que tal vez era una buena excusa para regresar al hogar, a ver el garaje donde dormía ese Valiant gigante que José manejaba cuando visitábamos los boliches del pueblo más próximo. O respirar –simplemente eso- el olor de casa inconfundible de nuestra adolescencia. Porque las casas también tienen olores.
“Dame tu mail”- leí en el visor de mi teléfono celular. Decidí llamar porque no registraba el número.
“En la Casa de Gobierno pasan cosas raras. Engordan facturas y contratan a gente para pagarles por día para hacer cosas que nosotros podríamos hacer”- me dijo José. Su voz no era la que esperaba. Se había quebrado una vez más por el alcohol y las ocho cervezas diarias que llegaba a tomarse en sus peores crisis.
Mi segundo encuentro en esta reconciliación fue para invitarlo a una cena de fin de año en la que celebraríamos los 15 años de egresados del colegio secundario.
“Tengo que hacer un asado y trabajar. Si puedo, voy”- fue su excusa. Y fue una excusa tal vez empañada por el dolor y la vergüenza de sentirse un fraude para aquellos compañeros con los que mamó la vida más linda.
Lo intenté de nuevo. Y dio resultado esta vez. Recurrí al chat y encontré su nick, el mismo que usaba diez años atrás.

- ¿Me vas a contar lo que pasa en Casa de Gobierno?- le pregunté.
- ¿Cómo andás? Es largo, pero están haciendo cualquier cosa y lo dejamos para más adelante. Ahora me tengo que ir a dormir porque la pastillita me mata.
- ¿Pastillita?
- Sí.
- ¿Pero de qué?
- Por el chupi. Me lo recomendó el médico. Estuve internado en Vivir Vivir. Estoy tratando de zafar.

No se me cayeron lágrimas con la muerte de mi padre –y eso es algo que aún me reprocho- pero aquí quise llorar desconsoladamente y expulsar mi dolor si es, como dicen que el llanto es capaz de ahogar las penas. Como sintiéndome culpable de que José no sea hoy la persona que imaginaba. Y no es que sienta que me haya defraudado. José pudo ser demasiado grande sin tener que beber.

- ¿Cómo estás ahora?
- Ahí voy. Pero todo cuesta.
- ¿Por qué no nos hablamos más? Sabés las ganas que tenía de darte un abrazo. ¿Qué pasó en el medio que nos alejamos?
- Yo también tenía ganas de saber de vos.

Acordamos un encuentro. José estaba arreglando una mesa mientras sus niños correteaban por el patio de su casa y su mujer lavaba la ropa sucia. Hablamos mucho, casi dos horas, menos de su problema y su lucha. Y quedamos en volver a vernos.
A la semana y después de enviarle un mensaje de texto para interiorizarme de su estado, lo vi conectado.

“¿Cómo vas ahora?”- le pregunté de nuevo por chat.
- Maso...
- ¿Recaída?
- Sí. Ayer y hoy.

- ¿Cuántas tomaste?
- Cinco cervezas.

Sentí ganas de llorar de nuevo. No sé por qué. Pero el corazón volvió a golpearme el pecho y mis ojos a humedecerse suavemente. Una vez más. Como si la maldición también quisiera volver a separarnos. Justo ahora.