viernes, mayo 04, 2007

Cuento


Maldito el tiempo

“Hoy no voy con ustedes” dijo Ezequiel. Con José nos miramos sorprendidos, cara a cara y lanzamos al unísono la pregunta:

- ¿Por qué?
- Porque me voy con Verónica.

El mundo seguía corriendo. Aunque para nosotros, de una manera diferente. A los 15 años los amigos de la secundaria se convierten en hermanos. Y son capaces de cualquier cosa para que nadie aparte de su lado lo que –creen- les pertenece, acaso en un razonamiento egoísta.
Es un proceso cronológico entendible. Y hasta una cuestión mágica que sólo es capaz de entregar la ley abstracta de la vida.
Me acuerdo de esa primavera, en tercer año, como si mi reloj se hubiese detenido en este mismo momento.
José era bueno en matemáticas y ciencias sociales. Muy inteligente y capaz, de esos alumnos que ordenan las carpetas con separadores coquetos, subrayan con lapiceras de colores los temas más interesantes y toma con religiosidad sus dos horas diarias para hacer las tareas. Repartía muy bien sus espacios, impulsado tal vez por obligación de su madre, una docente de 1,50 metros que se ganaba la vida extra encuestando a la gente de los temas más diversos e inimaginables.
Le gustaban mucho los pájaros. La vigilia de los sábados se convertía en la más feliz que un adolescente puede tener. Y muy lejos de las tentaciones de moda, en donde el pool había quedado atrás y los videojuegos se instalaban para crear una nueva atmósfera de divertimento para los chicos. Digo que para José, como para cualquier otro niño, la vigilia era la más hermosa y pura que un ser humano con una vida entera por delante puede tener. Esa sensación incomparable que es capaz de dejarte con los ojos abiertos la noche previa, deseando que los segundos se consuman rápidamente.
Nada de tareas los días viernes, para eso estaban los domingos. En esos viernes tan especiales, José armaba sus equipamiento para fugarse al medio del monte con amigos a cazar cardenales de la manera menos hereje: con pega pega. Los pajaritos gritones caían en las trampas de esa especie de cera para depilar que usan las mujeres, antes de ser enjaulados para alegrar las mañanas.
José era, en ese tiempo, una especie de gurú para su círculo. Por eso Chicho o La Chancha (así se llamaban sus ocasionales amigos de cacería) siempre corrían a la par. Las decisiones y los lugares concretos para dar con las mejores especies sólo eran conocidos por José, un líder natural por peso propio.
Además de esa virtud, a José le gustaba recoger objetos que descansaban en las calles. Llaves, relojes en desuso, herramientas, bicicletas oxidadas... todo iba a parar a la gran bolsa. Por eso siempre nosotros preguntábamos: ¿Cómo es que tenía semejantes herramientas? La respuesta era simple: porque iba detrás de ellas o porque ellas esperaban su llegada. Como si las tuercas, destornilladores o radios desarmadas, soportaran estoicamente los golpes del tiempo para prolongar su existencia. En algún momento llegarían las manos salvadoras de José para ofrecerles una nueva oportunidad. Quería ser veterinario, pero el Servicio Militar Obligatorio le frustró un sueño. Recluido lejos de su casa, con 18 años, José se enamoró y pronto fue padre. El futuro profesional de la familia quedó en un trabajador medio en las oficinas municipales, de regreso a su ciudad.
Ezequiel era bohemio. Excelente alumno y mejor compañero. Le gustaba escuchar a Los Beatles, Sumo y los Redondos. Tenía mucho interés por los aviones –una pasión que también atrapaba a sus hermanos- y era un ganador con las mujeres. Una especie de Dandy adolescente, capaz de enamorar a la mejor jugadora de cesto del momento, como a la hija de los jueces o conquistar el corazón de una bella mujer. No hacía nada para ir en busca de ellas, ellas venían a sus pies, atraídas por su cabello negro, su elegancia para caminar y su talento para besar.
Nada de esa imagen se mantiene hoy. Ezequiel dejó de escuchar Beatles y profundiza en el folklore argentino. Toca el bombo y vive en Buenos Aires. Está enamorado de una mujer a la que fue a buscar y le falta apenas la tesis para ser comunicador social. Su metamorfosis llegó al punto de duplicar casi su peso corporal de adolescente. Saborea los buenos vinos como un exquisito sommelier y lo pueden las empanadas caseras y los asados.
Yo soy Manuel. Era parte de esa trilogía inquebrantable, de ese cuerpo estable que se movía impulsado por nuestras mismas sensaciones. Una bola homogénea de sueños juveniles, desentendidos de los problemas del mundo de fin de milenio. Sólo pueden entender esto aquellos que sienten por amistad el concepto profundo de la palabra.
Debo decir que no tenía la misma suerte que Ezequiel para las mujeres. Yo las buscaba pero ellas no aparecían. Y podía distinguirme de José porque no comprendía la vida en el campo en búsqueda de pájaros para que musicalizaran mi hogar. Me gustaban los deportes en la televisión, sobre todo el tenis, y el rock nacional que se escuchaba en radio.
Era buen alumno también, más allá de algunos pequeños baches. Recuerdo haber finalizado ese tercer año con Superado la materia química. He cometido alguna travesura en mis ratos libres –ninguna que pueda ser castigada con la pena de muerte- o en ocasiones en donde las materias se hacían demasiado aburridas. Tenía ciertas fobias, una con el cabello y otra con las camisas.
Mi cabello era castaño brillante hasta los hombros, lo trataba con shampoo de manzanilla y cremas para fortalecer el crecimiento y evitar las malditas raíces. Jamás, en los cinco días de la semana, repetía camisa pues había heredado una buena colección de mi padre (amarillas, blancas, rosas, celestes, a rayas). Trataba de combinar los colores con las corbatas (algunas de ellas también de mi padre), el blazer azul y el pantalón gris. El único que no llevaba corbata era Ezequiel, claro, he dicho, él era el Dandy del tridente.
Los tres teníamos un mismo objetivo de sábado a la tardecita, cuando ya no había pájaros por cazar, cuando los partidos de tenis se habían acabado y cuando los aviones estaban en los hangares. Nuestra ambición era conquistar el mundo, sentirnos los reyes del matinee y abrazarnos y besarnos con las mejores mujeres, situación que pocas veces lográbamos José o yo.
He llegado a contabilizar un año entero de sábados ininterrumpidos con asistencia a los matinés del boliche de moda. Siempre recordamos la anécdota con Ezequiel. En realidad el que refresca la memoria con ese episodio soy yo.
Intenté con la medicina, pero me di cuenta de que abrir cuerpos o analizar pacientes, no era mi elección de vida. Sentía que, de alguna manera, debía conectarme con el deporte de la manera que fuere. Y estoy feliz de haberla encontrado con el periodismo.
Ezequiel hoy está lejos. Pero siempre está cerca. José hoy está cerca, pero estuvo lejos.
Con su nueva vida empezó a enterrarse en la tierra más profunda jamás imaginada para nosotros. Fue su batalla con el otro yo por la que aún pelea.
José empezó a fumar marihuana. Y a tomar cerveza una y otra vez hasta convertirse en un alcohólico.
Decidió vivir con amigos, buenos pibes, pero malos amigos. Se ganaba la vida levantándose cada mañana a las 6 para ser un empleado municipal más. Y pagaba las cuentas y sostenía a los vagos. Pero su felicidad efímera lo desconectaba del mundo real.
Eramos hermanos. Y el pecho se me infla cada vez que digo que soy el padrino de su hija. Eso me demuestra su confianza, su presencia permanente y su amor incondicional. Lo que no le demostré yo en todos estos años.
La vida nos separó y la muerte golpeó nuestras puertas. Recuerdo cuando con Ezequiel y Germán golpeamos su puerta, una noche de verano y José nos respondió borracho, con olor a cigarrillo negro y una rara mezcla de Gancia con cerveza. ¿Qué demonio había conquistado su mente? Ni aún hoy puedo entenderlo.
No supe de él en mucho tiempo. Preguntaba a terceros por su existencia, de la que sabía poco y necesitaba saber más. No podía reconstruir la vida adolescente porque no existe ley alguna capaz de volver el tiempo atrás. Pero me movía mucho la necesidad de conectar al menos esos tres hilos que pienso llevar conmigo hasta que duerma mi siesta más larga. Y podía lograrlo de una manera: conectando a José.
“Estuve con José en el casamiento de su hermano”- me dijo Ezequiel. “¿Y cómo está?”- le pregunté. “Parece que bien. Tiene dos hijas más, una mujer y está viviendo en la casa de su abuela”.
Pensé que tal vez era una buena excusa para regresar al hogar, a ver el garaje donde dormía ese Valiant gigante que José manejaba cuando visitábamos los boliches del pueblo más próximo. O respirar –simplemente eso- el olor de casa inconfundible de nuestra adolescencia. Porque las casas también tienen olores.
“Dame tu mail”- leí en el visor de mi teléfono celular. Decidí llamar porque no registraba el número.
“En la Casa de Gobierno pasan cosas raras. Engordan facturas y contratan a gente para pagarles por día para hacer cosas que nosotros podríamos hacer”- me dijo José. Su voz no era la que esperaba. Se había quebrado una vez más por el alcohol y las ocho cervezas diarias que llegaba a tomarse en sus peores crisis.
Mi segundo encuentro en esta reconciliación fue para invitarlo a una cena de fin de año en la que celebraríamos los 15 años de egresados del colegio secundario.
“Tengo que hacer un asado y trabajar. Si puedo, voy”- fue su excusa. Y fue una excusa tal vez empañada por el dolor y la vergüenza de sentirse un fraude para aquellos compañeros con los que mamó la vida más linda.
Lo intenté de nuevo. Y dio resultado esta vez. Recurrí al chat y encontré su nick, el mismo que usaba diez años atrás.

- ¿Me vas a contar lo que pasa en Casa de Gobierno?- le pregunté.
- ¿Cómo andás? Es largo, pero están haciendo cualquier cosa y lo dejamos para más adelante. Ahora me tengo que ir a dormir porque la pastillita me mata.
- ¿Pastillita?
- Sí.
- ¿Pero de qué?
- Por el chupi. Me lo recomendó el médico. Estuve internado en Vivir Vivir. Estoy tratando de zafar.

No se me cayeron lágrimas con la muerte de mi padre –y eso es algo que aún me reprocho- pero aquí quise llorar desconsoladamente y expulsar mi dolor si es, como dicen que el llanto es capaz de ahogar las penas. Como sintiéndome culpable de que José no sea hoy la persona que imaginaba. Y no es que sienta que me haya defraudado. José pudo ser demasiado grande sin tener que beber.

- ¿Cómo estás ahora?
- Ahí voy. Pero todo cuesta.
- ¿Por qué no nos hablamos más? Sabés las ganas que tenía de darte un abrazo. ¿Qué pasó en el medio que nos alejamos?
- Yo también tenía ganas de saber de vos.

Acordamos un encuentro. José estaba arreglando una mesa mientras sus niños correteaban por el patio de su casa y su mujer lavaba la ropa sucia. Hablamos mucho, casi dos horas, menos de su problema y su lucha. Y quedamos en volver a vernos.
A la semana y después de enviarle un mensaje de texto para interiorizarme de su estado, lo vi conectado.

“¿Cómo vas ahora?”- le pregunté de nuevo por chat.
- Maso...
- ¿Recaída?
- Sí. Ayer y hoy.

- ¿Cuántas tomaste?
- Cinco cervezas.

Sentí ganas de llorar de nuevo. No sé por qué. Pero el corazón volvió a golpearme el pecho y mis ojos a humedecerse suavemente. Una vez más. Como si la maldición también quisiera volver a separarnos. Justo ahora.






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