jueves, mayo 31, 2007

Relato breve


Manos que dicen


Las manos siempre me produjeron curiosidad. No sé por qué, pero creo que son capaces de definir las personalidades y los actos de los seres humanos. ¡Y vaya que hay manos!Creo que en una galaxia, yo elegiría la constelación más próxima si me dieran alternativas y allí depositaría las manos de mi padre. Y haría esta elección no como un simple acto demagógico, sino porque creo que, sus verdes ojos y grisáceo cabello –desde luego, con sus manos como disparadoras de mi análisis-, constituyen los elementos necesarios que me posibilitan transportarme en el tiempo con esa compañía abstracta tan necesaria cuando la angustia es capaz de ser más fuerte que la sonrisa y la felicidad efímera que pueden arrancar el resultado de tu equipo favorito de fútbol o básquetbol, o la victoria de un boxeador admirado. Es que estas cosas suelen ser, para aquellos que podemos llorar sin derramar lágrimas, demasiado fuertes como para tacharlas del calendario.
Por eso quiero rendir homenaje a esas manos que aplaudieron las mejores noches en las reuniones con ocasionales amigos, transeúntes de cabotaje a los que jamás podré llamar amigos. Es una manera simple, acaso muy banal, para lo que él ha representado en mi vida.
Las manos de mi padre han sido demasiado generosas. No estuvieron curtidas por el trabajo con maquinarias pesadas, pero interiormente creo que se sintieron como encapsuladas dentro de escafandra. Demasiado para tan poco. Mi memoria me trae en este momento una palma grande, dedos gordos capaces de hincharse en las noches de alcohol, con gruesas venas conductoras de sangre combinada que tornasolaba el verde, rojo y azul, en un violeta furioso.
Esas manos fueron las que, treinta años atrás, acariciaron mi rostro por primera vez, cuando mi madre aún se reponía de su anestesia. Y fueron las últimas que tomé cuando trataba de transmitirle mis energía para que despierte de ese sueño que, un rato más tarde, sería eterno. Sus manos eran ásperas, sus palmas transpiraban hasta en los inviernos más crudos, pero las tengo tan presentes que hasta me parece sentirlas como cuando un día de furia, por una travesura de niño, me golpeó hasta dejarme sellados sus dedos en mi mejilla derecha. Esa es, tal vez, la dolorosa caricia que más presente tengo, cuando –sospecho yo en un acto de arrepentimiento- pasaba su mano de un lado al otro mientras un niño que no despertaba de su miedo, se tendía en su regazo. Esa mano diestra de maestro, ensuciada con tiza blanca en el pizarrón verde del colegio Normal, es la que recuerdo a menudo pero extraño para estrecharla. Creo que lo mismo, pero en proporciones diferentes, deben sentir mis hermanos y mi madre. Era también la mano maestra de los asados domingueros, la que con el tiempo empezó a teñirse de ese amarillo opaco que delatan los rasgos de la nicotina y el humo del cigarrillo largo. De mi padre he heredado, tal vez, esa bohemia que me ha acercado a la buena música, la lectura y la pasión por los deportes, en especial el boxeo. Es un lazo que no puedo dejar pasar por alto aunque quisiera, en especial porque las fotografías en las programaciones sabatinas del club Santa Rosa con un rubio de orejas prominentes, así lo testimonian.
Hasta estos días me lamento no seguir cursando las clases de un erudito del boxeo profesional de cualquier parte del planeta. Era capaz de enseñarme el secreto para que un boxeador con un récord negativo pueda tener chances ante el mejor exponente. Es que no había perfección ni excelencia en su manera de pensar y ver las cosas. Menos en un deporte como el boxeo, al que muchos definen como el arte de pegar y no dejarse pegar. Yo entiendo por excelencia en la disciplina, aquel boxeador que haya conservado su pantaloncillo y su licencia, sin rastros de sufrimiento y dolor. No es que se trate de una medida extremista, pero intento graficar que a mi manera tampoco es válido el concepto de la perfección en el sentido fino de la palabra.
Mi padre ha apretado las manos de los más grandes boxeadores que dio la provincia. Recuerdo, por comentarios de mi madre, que pospuso su Luna de Miel por ir a alentar a un boxeador al que llamaban Zorro al estadio Luna Park, la meca del boxeo argentino. Hoy, a modo de legado, soy yo el que se conecta con la camada actual del boxeo. Y esas manos que aprieto con fuerza representan es apenas un simple formalismo que me encargo de cumplir a modo del respeto al ser humano, de testimoniar mi reconocimiento hacia esos rostros sufridos, alimentados en sus infancias a pan, tortas fritas y mate cosido. Ese es un elemento que va de la mano en la formación -en la gran mayoría de los casos- de estas almas que son hipotecadas sobre un cuadrilátero con el propósito de encontrar la fama y los millones cumpliendo un mandato simple: derribar a su oponente.
He visto manos curtidas por los golpes. Y no son precisamente las manos rosas de un escritor o un estilista. Son manos marmoladas, con palmas blanca y arrugadas con líneas infinitas que parecen representar un folleto publicitario de las salidas de los aviones de una aerolínea internacional y sus destinos. Se nutren de dedos lastimados, cicatrices, nudillos con cayos y uñas largas.
Roberto es un campeón sufrido. Se crió en una localidad muy pequeña y era uno de los siete hermanos de la familia Arrieta. Me confesó que, cuando volvió a su tierra ya con el cinturón de campeón sudamericano, sintió vergüenza. “Es que la misma gente que me saludó, es la misma a la que fui a pedirle un pedazo de pan cuando en casa no teníamos para comer”.Esas franjas invisibles en la memoria del hoy campeón revelan el camino transitado. Y cada uno de esos caminos están grabados a fuego en esas manos que jamás conocieron la caricia en la cara materna. Son las manos que golpearon mil puertas, como carta de presentación para un pedido desesperado de hambre. Las mismas que, en la adolescencia, se embadurnaron de dolor, descalcificadas, como delatoras de una alimentación deficitaria, sin proteínas ni nutrientes necesarios para la formación del ser humano que se precie de crecer al margen de la pobreza. Hoy Roberto, como cualquier boxeador, utiliza sus manos para vivir. A costa de cualquier recompensa. No sólo golpea cada vez que sube a un cuadrilátero, lo hace a diario en sus entrenamientos solitarios ante la bolsa o los sparrings. Aquí voy a permitirme reparar en una cuestión acaso muchas veces pasada por alto por los improvisados periodistas o aquellos privilegiados espectadores de ring side, capaces de elaborar una crítica en cuestión de segundos. Es el facilismo con el que se suele opinar, sin conocer el trasfondo del individuo que busca la paz que puede darle un colchón de billetes mientras convive, de manera casi inconsciente, con la muerte.Las manos de Roberto hoy están cargadas de historia. Desnudas, caminaron y se secaron en el frío del oeste; vestidas con las mejores ropas, se pasean como una de las más cotizadas del pago pues ellas tienen la capacidad de abrazar y amasar los millones de un título del mundo.
Sin embargo en el mundo muchas manos esperan con mirada al cielo, como si se trazara una perpendicular imaginaria perfecta con los brazos pegados al cuerpo. Es un llamado que pocas veces se atiende, con ese recipiente de respuestas vacío que aguarda y aguarda.
Como Norma, la madre de Andrea, desaparecida cinco años atrás en un episodio gris -por no decir negro-. Ella espera a la niña que será siempre, la que lleva su misma sangre. Y se desespera cuando por las noches oye su voz, de auxilio, en el subconsciente que la acerca del más allá terrenal o galáctico. Porque sus manos son las que se cierran y golpean en su cabeza por la desaparición repentina por haber hecho oídos sordos a su ruego con mares de sangre desparramados bajo la piel con la violencia como compañera del miedo. Es la muerte misma que no quiere imaginar, pero que parece cada vez más cierta; es la angustia que a diario le corre por su cuerpo mientras el hombre de Andrea, al que muchos apuntan como el responsable de su ausencia mágica, cuenta los días para recuperar la libertad.Son las manos de la justicia teñidas, en una balanza desequilibrada en donde el bien y el mal ya no definen por penal. El mal ha ganado su partido por escándalo en un juego ilícito contagiado de trampa, como una epidemia capaz de abarcar el más grande de los espacios imaginados.Así lo ha hecho la mano del dictador provincial, que utiliza a menudo su índice derecho para mostrar el camino de una libertad encubierta, cargada de horror y miedo, potenciando el hambre en donde el hambre es rico; generando una campiña minada de holgazanes que multiplican sus salarios en cuestión de horas, siendo cómplices a la permanencia del poder del dictador. Sólo eso basta para sortear la línea de pobreza: encausarse en el mismo río que el dictador de turno.Esas manos sobonas son las que cargan con cuchillos invisibles, casi como anestésicos, en almas analfabetas complacidas con leche vencida a cambio de un voto. Sólo eso.No es necesario que repare en esto para explicar de qué se trata mi idea. Pero la clase dirigencial, cargada de demagogia, potencia la pobreza con estos mismos métodos, pues la pobreza se multiplica con el libertinaje, y el libertinaje se reproduce a borbotones, como los disparos de una ametralladora.Esas sin que son manos sucias. Y ahora quiero servirme de esta metáfora para conectarme -y desconectarme de un mundo del que no me gusta ser parte- con las manos más bellas que he visto jamás: las de mi abuela.Ella las ensuciaba con harina triple 000, preparando las empanadas para los enormes acontecimientos cada fin de semana. Ella las ensuciaba con las sabrosísimas salsas de cereza para acompañar el peceto, su plato preferido.
Mi abuela era –no quiero cometer, al igual que con mi padre, un acto de orgullo familiar- una estupenda cocinera oculta, la madre de un imperio que levantó junto a su esposo Omar, un mozo que con sus ahorros se atrevió a los servicios de catering (antes llamados servicios de lunch).Ana las aseaba, las mimaba y las contenía día a día. Eran impecables manos con dedos perfectos, sin los síntomas típicos de la vejez que sí era capaz de manifestar el cabello.
Era un deleite para los ojos de cualquiera ver esas impecables uñas rojas, esos anillos dorados y delicados, sinónimos de una coquetísima señora de las cinco décdas. Nadie, en un encuentro desconocido, hubiese imaginado que esas manos servían al resto y llevaban, en cada bocado, una añadidura de amor que sólo ella era capaz de conseguir.Y es en este instante, en donde uniendo conceptos de los expertos cocineros (ahora denominados chefs pues el mundo globalizado también ha transformado hasta los conceptos) llego a la conclusión de que a un comensal se lo convence siempre y cuando la comida esté elaborada con amor. Y ese es el amor que mi abuela disponía a cada hora, enterrando sus malhumorados momentos. Era una especie de salvavidas con el que podía navegar hallando su libertad en un mar de afectos.Por eso creo que su corazón se multiplicó hasta estallar. Pero de manera tal que hasta escogió –otra vez debo decir de manera inconsciente- su lugar para morir y despedirse de este suelo compartiendo un almuerzo dominguero en mi casa, junto a mi madre (su hija), mi padre y mis hermanos.Puedo hoy mismo recordar sus manos quietas para siempre, como hierro macizo, colgando de la camilla. Aún así eran manos suaves como un terciopelo, con el pulso silenciado por el tiempo. Esa imagen tendida, como muñeca de porcelana de labios violáceos recostada en un dulce sueño eterno, es la imagen que hoy enciende mis miedos y calma mis angustias. Sé que el amor verdadero, el que es capaz de respirarse, el que tiene color, sabor y olor, sólo puede encontrarse en el patio de tu casa. Es un legado que, de un modo u otro, he interpretado para tratar de respetar como si fuera el mandato de un testamento fantástico.Y mis manos son las conductoras de esa ley no escrita que se tratan de estampar en un abrazo a mis hermanos o sobrinos. Creo que, decididamente, ese es el momento en el que deposito el mayor de mis sentimientos con el menor de mis esfuerzos.Es una construcción que me viene a la mente y que elaboro tan pronto como que mis ojos se posan una y otra vez en las pequeñas manos de mis sobrinos, tan vírgenes y honradas que hasta daría parte de mi alma para clonarlas e injertármelas a mis brazos.
Soy capaz examinar, a través de un apriete o simple caricia de manos, el comportamiento de las personas. Me lo ha dado la experiencia y pocas veces suelo equivocarme.Y no me equivoco en definir a las manos de mi madre como las más simples, honestas y sinceras del mundo. Tantos atributos juntos que son capaces de hundir al dolor mismo en el fondo más lejano, ahí donde ni si quiera el eco se arriesga a llegar. Porque esas manos, ¡válgame Dios!, son las manos más valientes con las que me he llegado a encontrar. Ensuciadas por manos traicioneras, lastimadas por manos propias, heridas con látigos salvajes. Pero aquí están. Firmes. Las toco, las acaricio y las amo. Soy capaz de escribir el mejor de mis poemas con sólo nombrarlas.
He dicho que pocas veces suelo equivocarme en esto de las apariencias. Y sí que vale la pena estar vivo para encontrarme con las manos de mi madre, tan especiales que hoy parecen pájaros en el aire. Pero sé que esas manos alguna vez quedarán mudas. Me atemoriza pensar en el futuro. Hoy me detengo por un instante, reparo en mis manos rosamarillas y pienso... Si la divinidad fuera capaz de aceptarme un trato, volaría ya mismo lejos, muy lejos, con las manos de mi madre empujándome al paraíso. Sólo crecerán las uñas y al menos así podré vivir eternamente sin cargar con un dolor que ya empieza a intrigarme de solo pensar.

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