DIA DEL BOXEADOR
Pájaros de jaulas negras
El 14 de septiembre de 1923 Luis Angel Firpo inmortalizó el boxeo. No importa su derrota en Estados Unidos con Jack Dempsey, que lo haya sacado casi del ring y demás. Es un dato anecdótico pues se trató, para muchos, de un acontecimiento único en la historia del deporte. Por eso se instituyó ese día como “El día del boxeador”. Siempre las efemérides se disparan a partir de hechos puntuales, de relevancia y el boxeo celebra como su día cada 14 de septiembre. Igual que el día del niño, del padre, la madre, el abuelo, el abogado, el doctor o el arquero.
De modo que levantar el teléfono, llamar y decirle a un trabajador de los puños que tenga un buen día, puede sonar como un acto simbólico. Sin embargo en el fondo hay algo más en ese mensaje. Es el reconocimiento y el agradecimiento, un feedback entre admirador/admirado que puede ser reconfortante.
Muchas veces el deporte y los deportistas son y serán enjaulados en celdas negras, marginales, en la cuna misma desde donde emergen los protagonistas. Casi con desvergüenza se habla de las cualidades del deportista fuera del cuadrilátero y esas consideraciones no son más que actitudes hipócritas, cuanto menos, infortunadas.
Conozco el deporte (gracias viejo!) desde que tenía 4 ó 5 años. Hace más de 25 que me enamoré del boxeo, los gimnasios, las sesiones de guanteos y me entrometí -como pocos- en los pormenores de las vidas de muchos tipos que se ponen un par de guantes de 10 o 12 onzas, una coquilla y botitas para salir, embadurnados en vaselina, a función. Fui hasta parte de sus vidas y he seguido (en mi delirio apasionado) entrenamientos a las 4 de la mañana, conocí a campeones del mundo y hasta fui testigo de la reinauguración del Luna Park, ese templo del boxeo sudamericano. Y por eso siempre seguí una norma, la misma que llevo cada vez que pedaleo en mi bicicleta: si hablan y caminan, son de mi especie.
Tienen y padecen las mismas miserias de todos los seres humanos. Llegan a callejones sin salidas como cualquiera de nosotros. Son ricos y pobres a la vez; desmemoriados y frágiles, pero tienen un corazón a prueba de cañones que otros no. Y se sienten íntegros defendiendo ese corazón firmando un seguro de vida antes de que suene la campana (o el timbre, en este boxeo contemporáneo).
Son caballos salvajes en un terreno habitable sólo para ellos. Y allí enfocan su objetivo en el contrario con un odio efímero. El “Noble Arte” como lo llama el sociólogo francés Loïc Wacquant, es capaz de generar una relación de odio-amor por el prójimo en cuestión de segundos. Esa es, entonces, una causa a plagiar para los supuestos personajes alérgicos al olor a linimento, el asombroso mundo del proxenetismo y la delincuencia.
No se puede etiquetar al boxeo trivialmente; hay que entender de qué se trata, quiénes son sus actores primarios y cuáles aquellos que cumplen roles de reparto. Es un mundo aparte. Un “Mundo maravilloso” al que no creo pertenecer aunque muchas veces el deporte mismo me lo haga sentir.
Sí me siento íntegro defendiendo al que intenta escapar de la miseria con una propuesta tan digna y auténtica: sobre un ring y con la visita insistente de la Dama de Negro.
Generalmente todo suele ser por apenas dos pesos. Sin embargo, el fin es el mismo: ganar en el boxeo es sentirse parte de la sociedad. Es un mensaje que, en definitiva, deposita al individuo en los ojos del mundo real. Al menos cuando tiene sus cinco minutos de fama. Y eso vale más que un millón de palabras.
Johnny Nonnel
viernes, septiembre 14, 2007
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