miércoles, octubre 17, 2007

DIARIO DE VIAJE

Vivir y morir en Buenos Aires

Me duermo escuchando a Charles Mingus. Está bueno viajar porque hacía mucho que no me recostaba sobre una butaca de un gigante de la tierra. Pero me asusto, no sé si por lo accidentes recientes o qué, cuando el micro queda cruzado en la ruta. En realidad, el chofer olvidó el camino y tuvo que retroceder, con todo lo que implica dar la vuelta en medio de la ruta.
Después, más tranquilo, trato de cerrar los ojos y me entrego al destino. Ese destino es Retiro, a las 8:30 de la mañana. Está igual que siempre.
Lleno de gente. De olores. De peruanos, chilenos, paraguayos y bolivianos que parecen ser más que los nuestros. Vamos en plan periodístico a cubrir un par de peleas interesantes al Luna Park.
Es sábado. Un sábado más. Desayunamos con un amigo en la calle Córdoba por 8 pesos. Y telefoneamos al padre del boxeador al que vamos a ver. “Está bien, con ganas. Ahora vamos a ir a caminar”, me dice JC. Su hijo, un grandote bonachón pero boxeador de medio pelo, buscaría luego (fallidamente) la conquista del título argentino pesado contra El Carnicero. En el mismísimo Templo Sudamericano del boxeo. Lo bueno de Buenos Aires es que si programás algo y tenés que esperar, podés llenar los espacios. ¿Cómo? De cualquier manera. Caminar es una buena alternativa, porque no te das cuenta del tiempo. No tomás noción de que, en un par de horas, tus pies comenzarán a ampollarse. Pero vale la pena meterse en ese mundo y ver. ¡Cuántas cosas, por favor! En el Hostel hay brasileros. Está plagado de ellos. “Nos favorece el cambio, venimos siempre”, dicen en un portuñol entendible. Ellos son docentes y vienen a gastar lo que nosotros hoy no tenemos: dólares. Primera diferencia de la vida y la muerte en Brasil y Argentina. ¿Podrá un docente rural argentino gozar de esos placenteros viajes por las playas de Copacabana? Lo dudo.
Ahora voy por Florida. Hay tranquilidad. Obreros, muchos obreros, y pocos mendigos. Pero sé que la muerte está respirando en la nuca de los individuos desconocidos. Es eso lo que quería encont
rar (no la muerte, claro, sino los protagonistas que viven con esa sombra de manera constante).
En avenida Santa Fe un supuesto ex combatiente de Malvinas muestra su pierna izquierda sostenido por dos muletas. Está entumecida, hinchada, a punto de reventar. “Tendrías una moneda”, dice a modo de ruego. “Che, ¿tendrá la pata así?”- me pregunta mi amigo. “Creo que sí”- le respondo.
Dos cuadras más, un nene de cinco años con un cartel en sus manos, se cruza en el camino. Adiestrado, el pequeño con mocos en la nariz, el pelo duro y la mugre como compañera inseparable, también pide monedas. Los chicos son los enviados del diablo, mientras el hombre de rojo se multiplica en las villas mirando la tele y escuchando cumbia. ¿Por qué no está estudiando el niño? Esa maldita costumbre fomentada por los políticos demagógicos. “Vamos a crear escuelas, vamos a vencer el analfabetismo...” ¿Dónde carajos están Cristina, la Gorda Carrió,
Rodríguez Saa? En la calle, caminando, seguro que no. No vaya a ser que el supuesto ex combatiente le contagie la pobreza. O que un moco del chico le caiga en el Ricky Sarkany a la mujer del Pingüino.
Tomamos un taxi para ir a comer al Abasto y veo una imagen que, increíblemente, se esmera en recordarme que definitivamente estamos en Buenos Aires. Unos diez viejos en la puerta del hipódromo, esperando que la agencia de Palermo abra sus puertas porque se corre el Gran Premio en San Isidro por la tarde. Sí, esto es Buenos Aires. Esa es la muerte con la que convivieron y convivirán los burreros. Viven para morir por una cabeza. Sólo por eso.
En el Abasto, a metros de ese gran mercado propiedad de George Soros transformado en el shopping más grande de Buenos Aires, se come bien. Que lo diga un ruso con su señora y su pequeña hija, en un tenedor libre. El soviético abusa y abusa. Se sirve media tortilla en el plato, jamón con melón, salsa guacamole, papas fritas cortadas en julianas, ensalada de repollo y lechuga (no había tomates, por el sobreprecio) y lengua a la vinagreta. Todo para él solo, como si se tratara del último almuerzo. El mozo, uno de los tantos peruanos que caminan por Abasto, se ríe. Nosotros también. No podemos creer que, además de eso, el bueno del visitante caiga con dos nuevos platos llenos: uno de frutas (frutillas, kiwis y bananas en rodajas) y el otro con ¡cinco porciones de tiramisú! Increíble, pero cierto.
Se hizo la hora de marchar y el soviético no estaba. Yo pensé: “El tipo revienta y se muere”. Pero vive. Porque está en la puerta preparando una nueva embestida, con un digestivo cigarrillo rubio. En el paseo Gardel está la estatua del Zorzal. Y los perucas salen a borbotones. Son ocupas y otra vez la muerte sale a mi lado. Pide fuego un Don Nadie para quemar su porro. Vive para morir ahumado.
En un toque empieza Argentina. Del fútbol hablo. Y ya las baterías no responden como por la mañana. De nuevo al taxi y después de pasar por Santa Fe, de regreso al hotel. Y otra vez taxi, en este frenesí de ida y vuelta que genera Buenos Aires y que contagia.
El Gordo, un ex chofer de micros, dice que arriba de su auto está feliz. “Gano bien. Estuve 20 años en la ruta y me fui porque me había podrido”, cuenta. Le pregunto si sabe cómo va Argentina y responde: “Riquelme es un ‘mostro’, ‘esh un cra’. Hizo dos golazos, el segundo mejor que el primero. Es de otro planeta”.
No es difícil deducir que se trata de un adorador de Juan Román. Y, por lógica, fanático de Boca. “¿Vas a la cancha?”-le pregunto. “Ahora no voy más. ¿Sabés qué pasa?, tengo miedo de que me maten. Y yo al fulbo lo quiero disfrutar, antes se podía, cuando estaba José Barrita”, me dice. Vivir, una vez más, con la muerte es el tema. “Mirá, ahora pasamos por Cocodrilo. Acá Maradona sabe salir con unos pedos terribles. Lo han sacado casi muerto”, cuenta. ¿Muerto? ¿Casi muerto? El Diego no va a morir nunca, creo pensar como todo argentino medio.
Nos bañamos y vamos al Luna. El tachero (otro) está feliz porque Riquelme demostró que se equivocan con el en España. “Es un grande, ese chileno que no lo tiene en cuenta... (por Pellegrini). El que no me gusta es Heineken”, nos cuenta. En realidad se quiso referir a Heinze. Este tipo no encaja en el estándar porteño. O sí. Por ahí era un chanta que quería quedar bien con sus pasajeros. Quién sabe. En el Luna Park hay polis que fuman y charlan como si estuviesen en un café. Tal vez a cinco cuadras se estén matando por una gallina, pero esta yunta de federicos parece abstraerse de esa realidad. Entramos a ese gigante, ahora capitaneado por Esteban Rivera, el sobrino de Tito Lectoure, y sabemos que lo único que puede salvarnos es que al menos los tipos que practican el Noble Arte nos llenen los ojos. Porque es un embole. No hay gente. Hay un título del mundo en juego y un campeonato argentino (el propósito de nuestro viaje), pero a los porteños no les seduce. “Será una noche histórica para el Luna”, dicen los árbitros, una especie de cofradía reunida a metros del cuadrilátero. “Pero porque desde la reapertura, será la noche con menor cantidad de gente”. Y tienen razón. El Luna lució en un 30 por ciento de su capacidad. Lo veo al viejo Horacio Pagani (maestro de los maestros), abrazado –casi como idolatrado- por la nueva generación de periodistas de los diarios porteños. Está sentado en un lugar de privilegio al que nos hubiese gustado ir, pero bueh... “Tengo un día larguísimo. Después de la selección, me voy a cubrir el título del mundo”, dijo en la tele. Porque además de escribir, opina bien en la pantalla y habla bien en la radio. Lo bueno que tiene Pagani, un tipo que jamás pasaría un casting para ser modelo de Dior, es una hembra infartante. ¡Aguante Horacio!
Para nuestra desazón, se muere la ilusión del crédito cordobés al que fuimos a ver, justo en los 10 segundos finales. Bajó del cielo al infierno en un acto supersónico. Tuvo la gloria en sus manos, pero se quedó sin nada. Suerte que el mendocino Reveco nos regaló después un KO antológico al hígado del mexicanote Pool, de esos que vienen con efecto retardado. El cuate murió en su ley. Y Reveco vivió en su ley.
La noche termina. O empieza en San Telmo. Ahí hay vida. Ahí hay barro en serio. En un bar de mala muerte de tres por tres canta tangos como pocos Jorge Guillermo. Y estamos plenos, al menos por un rato. Caminamos con la muerte a las espaldas y la imagen persistente de que un punga armado termine con todo. Pero es sólo una aureola que hay que espantar para tratar de estar mejor. Aunque la muerte nos persiga, parece que no es nuestra hora. Si miro en retrospectiva, por unas horas, me angustio. Porque recuerdo a la Dama de Negro que vuela y vuela, como en cualquier lado. Aunque parece que su domicilio está pegado al obelisco.
Yo, gracias a Dios, puedo darme el lujo de evitarla y seguir con vida a 600 kilómetros.

JMS

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué buena crónica de un viaje! Dan ganas de ampollarse en Buenos Aires...ja!
JMS,es cierto que a veces uno puede gambetear a la muerte... otras veces la busca... otras, sólo te sorprende y no podés escapar... Pero es bueno saber que la muerte no es sólo oscuridad, sino también luz... cambio y resurrección... es parte de lo que decidimos que sea de nuestra VIDA... Es parte del milagro de saber que estamos VIVOS!

Anónimo dijo...

Gracias anónimo por tus palabras! nos vemos!
johnny